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El ministro de Educación, Esteban Bullrich, viajó en marzo a Finlandia para interiorizarse sobre el programa KiVa contra el acoso escolar, que desde 2005 se implementa en el 90% de los colegios fineses “con un 98% de efectividad”.
Ana Ravaglia, subsecretaria de Enlace y Cooperación del Ministerio de Educación, afirma que hoy funcionan en los colegios argentinos dos programas antiacoso: el de Convivencia Escolar y el de Construcción de Comunidad Educativa. Sin embargo, las estadísticas a nivel mundial demuestran que los programas que no son sistemáticos y basados en evidencia científica han fracasado.
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El Ministerio de Educación tuvo un primer acercamiento con la Universidad de Turku en Finlandia, creadora del programa KiVa, orientado a la dinámica grupal en las escuelas y adoptado por países hispanohablantes a través del Instituto Escalae de Barcelona. En una carta de intención brindada por esa universidad, se propone la implementación del programa en tres años, con un muestreo de 400 escuelas públicas. “Pero todavía debe discutirse y acordarse con el Consejo Federal de Educación”, aseguran en el ministerio.
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“El bullying es una debilidad de la figura de la autoridad y del rol docente”, subraya Ravaglia. Y dice que el bullying es difícil de detectar porque involucra a un grupo. “Entroniza a un chico en el rol de líder y a otro en el rol de víctima. Esto debe trabajarse desde la primera infancia”, explica.
El ministerio está mirando con muy buenos ojos el programa finés porque podría traer cambios rápidos. “Pero, en lo profundo, lo que se necesita –dice Ravaglia– es un cambio en el rol docente”.
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Hoy 15 países implementan el KiVa Program, incluyendo cinco colegios de Argentina. El bilingüe Michael Ham fue el pionero: lo instrumentó en sus dos sedes de Vicente López y Nordelta. Lo siguieron dos institutos privados en Salta, uno en San Juan, y el Colegio Noordwijk Montesori de Pilar.
La coordinadora KiVa en Argentina, Ximena Tobías, asegura que la fortaleza del programa es el abordaje del acoso como fenómeno grupal. Y apunta a los llamados bystanders, espectadores pasivos que participan del acoso. Sin público, no hay bullying.
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