Tras los pasos de Don Roberto, Nicklaus y Tiger

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Aunque sean de estatura diferente, se nota que Vicente y Paolo Gioffre son hermanos. Nacieron y se criaron acá cerca, en San Andrés. Vicente (matrícula de Instructor Nacional número 835) da clases de golf donde estamos ahora, en el club Ferrocarril Mitre, al borde de la General Paz, sin que nos llegue el ruido automotor. Paolo enseña del otro lado de la Cordillera, en Santiago de Chile. No se le escuchan tonos trasandinos.

Los hermanos se reencontraron justo hoy, advertidos tal vez de que el inexperto y ya crecidito alumno podía generar dificultades pedagógicas inabordables para un solo docente. Es que este juego, como casi todos, conviene aprenderlo de pibe. “A los 11 ó 12 años”, aconseja Vicente.

Por algo, varias estrellas del circuito profesional son muchachos de ventipico: el australiano Jason Day (29), el norirlandés Rory McIlroy (27), el japonés Hideki Matsuyama (25) o el norteamericano Jordan Spieth (23). El mejor de los argentinos, Emiliano Grillo, tiene 24.

“Vamos a hacer diez minutos de práctica en el putting green y después ensayamos unas salidas”, anuncia Vicente y genera la temprana inquietud del fotógrafo, alias Mono, quien a las 16 está citado para una nota en el Peaje Hudson (no llega ni en helicóptero: son las 15.30 y el tránsito es de día de semana).

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El putter es más fácil…

El golf no sabe de urgencias. Una vuelta de 18 hoyos demanda cuatro horas, cuatro horas y media. Hay que caminar unos ocho kilómetros, elegir los palos, buscar alguna pelotita escondida y, obviamente, hablar con el compañero de ronda. O con la esposa de toda la vida, si no se aleja de uno ni siquiera en este trance. O con uno mismo, que a veces es una tarea difícil. “Podés jugar solo, contra vos”, explica Vic (digámosle Vic a Vicente en este ámbito inundado de términos en inglés: handicap, birdie, bogey, eagle, swing, bunkers, tee…).

Tee es el pituto, con perdón de la palabra, que se coloca debajo de la pelota antes del primer golpe. Tea, en cambio, es la popular infusión de las cinco o’clock. Igualmente, cualquier club house con reminiscencias británicas estimula a tomar otra cosa cuando cae la tarde.

Arrancamos con unos tiros cortos, para entrar en confianza. “Tenés buen grip”, elogia Vic, sumándole anglicismos a la conversación. Se refiere al agarre del palo. Es un atributo que valoran los jugadores de tenis y, según quienes entienden del tema, los bateristas.

El primer intento recorre casi todo el perímetro del hoyo y sale, el segundo va adentro (testimonios gráficos así lo certifican). “Suerte de principiante”, justifica uno con suficiencia impostada y alegría contenida.

Otra historia es con el swing, ese tiro fuerte que procura ubicar la pelotita lo más cerca posible del hoyo. Paolo asegura que que sólo el polo es más difícil que el golf. Quizás se trate de una cortesía suya para evitar la exclamación ¡qué burro! después de la primera y estruendosa pifia, de la cual también existe documento visual (por las dudas, que este texto sirva de acta para rechazar un Probador con Adolfito Cambiaso y sus compañeros de La Dolfina. Mucho menos arriba de un caballo clonado…).

Estudiando la caída del hoyo.

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Polo y golf guardan ciertos modos comunes. Los maestros Gioffre, seguramente por gentileza, omiten observar que esta actividad no se practica con la remera fuera de los pantalones, ni siquiera un día tan caluroso. Y tampoco son estas zapatillas de uso cotidiano y cordones algo raídos las más adecuadas para transitar los fairways. Mirá si será de elegante el deporte que se juega con cinturón y zapatos…

El golf es para caballeros. Y damas, desde ya. Fair play en su máxima expresión, la trampa sólo se concibe en las películas: por ejemplo en Goldfinger, tercera del agente James Bond, donde el pesista devenido actor Harold Sakata -capaz de decapitar enemigos con su filosa galera- hace trampa para su malvado patrón (por supuesto que 007 se sale con la suya…).

La explicación del profe para un buen swing… Difícil.

Dejemos la pantalla y volvamos al green. Recorremos a paso lento, bolso pesado al hombro, el trayecto hasta esa especie de gigantesco mantel verde. Da ganas de armar un picnic ahí mismo: el pasto cortito, tan bien cuidado. ¿Alguno se habrá animado a sentarse acá con unos mates y abrir un paquete de facturas? ¿Algún caddie?

La caminata es propicia para recibir consejos. “Antes de largarte a jugar en la cancha, necesitás seis meses como mínimo en un driving. Si venís directamente acá, te vas a hacer mala sangre y lo más probable es que desistas”, recomienda Paolo.

El reportero captura las últimas imágenes y sale a las apuradas. Queda a la vista, amigos, que el golf no es para cualquiera.

Producción: Daniela Gutiérrez

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