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Verde, rojo. Verde, rojo. Mía, de dos años y 11 meses, juega a pisar de uno y otro lado de la puerta corrediza que separa la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos del pasillo del Hospital Italiano. De las 24 horas, tiene apenas 20 minutos para estar en la parte verde porque ese es el tiempo que dura la batería del corazón artificial que le permite seguir viviendo. Mía acaba de cumplir un año conectada al Berlín Heart. Un año con cuatro cánulas que unen su pecho a una máquina. A pesar de esto, la nena no pierde la sonrisa. “Mi hija es una luchadora, tiene muchas ganas de vivir. Necesita una oportunidad”, le dice a Clarín su mamá Belén Digán, que sueña con verla afuera del hospital.
Mía tiene una miocardiopatía dilatada congénita que le diagnosticaron durante la gestación. “Ella directamente no iba a nacer. Sus probabilidades de vida eran casi nulas”, cuenta Belén que, con ese panorama adverso, se trasladó de su ciudad natal Ledesma, en Jujuy, al Hospital Italiano de Buenos Aires. Gracias al acompañamiento de los médicos y la fortaleza de la nena, la situación mejoró y Mía pudo salir adelante. Aunque de los casi tres años de vida, estuvo fuera del centro de salud apenas ocho meses.
Mía tiene 2 años y 11 meses y espera un trasplante de corazón.
La última vez que la hospitalizaron fue en marzo del año pasado, tras sufrir un síncope en la puerta de los consultorios externos del Italiano. Primero, la conectaron al ECMO (oxigenación por membrana extracorpórea) porque tenía una falla multiorgánica. A la semana siguiente, le explicaron a su mamá que lo único que quedaba por hacer era intervenirla para conectarla al corazón artificial. “Fue triste y, al principio, muy doloroso porque las heridas que tenía no cicatrizaban pero, con el tiempo, empezamos a acostumbrarnos a la nueva rutina”, sigue Belén.
Pasaron los días, las semanas, los meses. “Recibimos buenas y malas noticias, Mía tuvo varias complicaciones con las bombas del Berlín Heart y debieron llevarla al quirófano en ocho oportunidades. En este año, también vimos a ocho chicos irse con su nuevo corazón”, detalla Belén, que confiesa que si bien se puso contenta por ellos y por sus padres “porque cada órgano que aparece es una lucha menos”, también se preguntó por qué no llegaba el turno de su hija.
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Quiero otra vida para ella. Que tenga amigos, que vaya al colegio, que conozca la plaza y el sol.
Los días de Mía arrancan a las 8. “A esa hora, tienen que pincharla, para mantenerla anticoagulada. Por eso, se despierta contenta y al ratito llora. Pero se le pasa rápido. Le damos una jeringa de mentira para que nos pinche a mi mamá o a mí. Después, nos pone una curita, como hacemos con ella. Como no se puede mojar mucho, a las 9 la bañamos en una sillita. Ella inclina la cabeza para atrás y le lavamos el pelo como en la peluquería”, relata su mamá. Lo siguiente es limpiarle las heridas, para evitar infecciones. “Es una santa, ella colabora, se pone el barbijo y la cofia sola”, agrega Belén.
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Las jornadas siguen con muchas actividades: tiene fonoaudiología, estimulación motora, asistencia psicológica y un taller de juegos en su habitación. Como este año debía empezar el jardín, dos veces por semana sumó la visita de una maestra domiciliaria. “Es una nena feliz. Su mundo es el hospital y, como no conoce otra cosa, creo que no lo sufre. Pero yo quiero otra vida para ella. Quiero que tenga amigos, que vaya al colegio, que conozca la plaza y el sol”, dice su mamá que también limita su vida a los alrededores del hospital. “Vivo frente al hospital, estoy estudiando enfermería dentro del hospital y el resto de mi día lo paso con Mía en la terapia intensiva, es una internación conjunta”, resume Belén, mientras empuja el carrito, una especie de cajonera con una computadora encima a la que está conectada Mía.
A la nena, que luce un solero blanco y un chaleco de jean, se la nota entusiasmada con sus 20 minutos del lado verde. Comparte alcohol en gel, saluda a médicos y enfermeros y juega con su abuela, su mamá y desconocidos en esos metros con forma de L que puede recorrer. Baja una rampa, corre por un pasillo, se sienta en una escalera, mira y toca todo. Se cae de cola, llora medio segundo, se levanta y vuelve a reírse. Grita “mamá”, la abraza y besa.
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Suena la alarma, ya pasaron 10 minutos de los 20 permitidos. Belén la apaga rápido y encara el regreso. “Mía, tenemos que volver”, le dice. Y ella hace caso. Desanda la misma L, sube la rampa corriendo aunque sin alejarse más de la cuenta. “Sabe sola que no puede pasarse del metro y medio de cánula que la une al aparato”, explica su mamá.
Cuando ya está frente a la entrada de la terapia intensiva, la nena da unos golpes a la puerta corrediza, que se abre. Vuelve a pisar el lado rojo y saluda con las dos manos: “Bye, bye”, se despide, sin dejar de sonreír. La puerta se cierra y ella queda del otro lado. Le toca seguir esperando.
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