Gritos, caos y paranoia: la personalidad de Donald Trump pone en aprietos a la Casa Blanca

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Siempre estuvo a la vista que Donald Trump era un hombre egocéntrico, pragmático e impulsivo. Pero ahora que ya lleva cuatro meses en el poder, y luego de una semana de escándalos devastadores con el “Rusiagate”, hay voces alarmantes en Washington que comienzan a cuestionar no solo la gravedad de los episodios políticos sino la personalidad y real capacidad del presidente para conducir la Casa Blanca. Incluso llegan a comparar su comportamiento y habilidades con las de un niño de 7 años.

Los asesores de Trump cuentan en privado que su jefe está con un humor de perros, que grita a sus colaboradores más cercanos y que ha insultado a su yerno y hombre de confianza, Jared Kushner. El presidente odia que sus funcionarios le digan lo que tiene que hacer y ellos se desesperan porque el hombre más poderoso de la tierra fanfarronea con los líderes extranjeros, habla sin filtro, se distrae y no tiene demasiada paciencia ni concentración para leer minuciosos informes de inteligencia.

Así es el clima que se respira en la Casa Blanca, al ritmo de los escándalos que se suceden vertiginosamente cada hora. Los periodistas no dan abasto para reportar todo lo que sucede; los voceros no saben cómo hacer para explicar el desenfreno tuitero de Trump y en el Congreso están abrumados: Bob Corker, presidente del comité de Asuntos Exteriores del Senado, llegó a decir que “hay una espiral descendente en la Casa Blanca, se debe buscar una manera de salir”.

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La psiquiatra y psicoanalista estadounidense Lourdes Henares- Levy, que firmó una carta junto con otros especialistas preocupados por la personalidad de Trump, dijo a Clarín que el presidente padece de un “narcisismo severo”.

David Brooks, columnista de The New York Times, escribió días atrás que Trump podría ser quizás un líder autoritario, corrupto, populista y hasta representante de las corporaciones. Pero que, tras analizar su comportamiento y las entrevistas que ha otorgado, concluía que el presidente era básicamente un inmaduro, con el comportamiento de un niño de 7 años. “La inmadurez es un sello dominante de su presidencia, el poco control de sí mismo es su leitmotiv”. “Su escasa habilidad para enfocar su atención dificulta que pueda aprender o manejar nuevos temas…le resulta difícil controlar su lengua”. Y sigue: “Los niños cuando crecen aprenden sus capacidades y sus debilidades. El no parece dominar eso y busca siempre desesperadamente la aprobación de los demás e inventa fábulas heroicas sobre sí mismo”.

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Tony Schwartz, quien escribió junto con el magnate el libro “El arte del acuerdo” en los años 80, publicó esta semana en The Washington Post que “cuando Trump se siente agredido reacciona impulsivamente y contraataca, construyendo una historia que lo autojustifica, que no depende de los hechos y que siempre dirige la culpa hacia otros”. Cuenta que Fred, el severo padre de Trump, tuvo una enorme influencia en la formación de su hijo y que éste ya de pequeño forjó la idea de que “o dominás o te dominan; o creas el miedo o sucumbís a él”. “Esta mirada estrecha, defensiva, la tomó desde chico y nunca evolucionó”, señala el autor que trabajó con él por casi cinco años.

Las historias que filtran sus funcionarios dan cuenta de una personalidad más que controvertida. Asesores que frecuentan el “west wing”, el ala oeste de la Casa Blanca donde trabaja el presidente, relataron en privado al Times que esta semana se vio a Trump con un humor “oscuro, agrio” y que incluso llegó a gritar “incompetente” a su yerno Kushner, uno de sus consejeros más cercanos.

El clima es de caos permanente. Un periodista pudo escuchar -a pesar de que estaban a puertas cerradas- a un grupo de funcionarios discutiendo a gritos sobre cómo salir a defenderse de un artículo que había publicado el Post sobre que Trump había revelado información de inteligencia altamente clasificada al canciller ruso Sergei Lavrov, en una polémica visita en el Salón Oval. Esa es otra preocupación de sus asesores. Trump suele hablar ampulosamente y jactarse del poder y la información que maneja ante todo el mundo. Y algunas veces va más allá de los límites que la prudencia indica.

Las fuentes de la Casa Blanca señalan que el presidente carece de la concentración suficiente para leer reportes de inteligencia largos y complejos y no presta atención a los detalles. Por eso en las llamadas telefónicas o reuniones importantes lo acompaña ahora el general HR McMaster, su asesor de Seguridad Nacional, que interviene cuando Trump comienza a pisar terreno resbaladizo. Esta presencia, señalan, molesta mucho al presidente, que lamenta haber tenido que despedir a Michael Flynn, investigado por el “Rusiagate”, con quien se sentía más a gusto. Allegados de McMaster -que goza de gran prestigio- dicen que él está allí por una especie de deber “patriótico” y que le agradaría más dedicarse a los temas que le competen y no a mantener contenida la lengua presidencial.

Existe también una enorme presión en el equipo de prensa, que debe salir a explicar todos los mediodías a su jefe. Saben que hay dos momentos delicados: las 8 de la noche (luego de cenar el presidente ve los programas periodísticos de Fox ante las pantallas gigantes de TV que se hizo instalar), y las 7 u 8 de la mañana cuando lee algunos diarios y mira TV. En esas horas críticas, luego de ver las noticias, Trump descarga su furia en Twitter. Lo que el día anterior pudo haber sido un comunicado moderado de la Casa Blanca, puede escalar a niveles impensados en la red, como cuando amenazó al despedido jefe del FBI James Comey con divulgar grabaciones de una reunión privada que habían tenido. “¿Es que todo se graba en el Salón Oval?”, preguntaban los periodistas. “Exigimos las grabaciones”, clamaron los congresistas. En 140 caracteres se sumó un escándalo infernal. Trump culpa a sus voceros por las fallas en la comunicación y amenazó con echarlos a todos. Ellos se sienten en la cuerda floja.

El presidente desconfía de sus laderos y está obsesionado por descubrir quién filtra información a los periodistas. Algunos de sus viejos colaboradores contaron que solía grabar todas las conversaciones en su Trump Tower neoyorquina, por lo que no sería extraño que continuara con su método en Washington. Todos se mueven con enorme cautela para no enfurecer al jefe. Schwartz cuenta que en los centenares de conversaciones que le escuchó y en la docena de reuniones que mantuvo con Trump para escribir el libro no recuerda a nadie que haya manifestado algún desacuerdo con él sobre ningún tema. “Ese clima de miedo y paranoia parece haber echado raíces en la Casa Blanca”, señala.

Mientras el presidente cae en popularidad, sumergido en los escándalos diarios, los legisladores republicanos miran con desconcierto este reality inédito en Washington. Ellos quieren avanzar en la agenda parlamentaria sobre impuestos, reforma de salud o el presupuesto. Por primera vez en mucho tiempo ostentan la presidencia y la mayoría en ambas cámaras del Congreso y están en cambio empantanados con comisiones investigadoras sobre el “Rusiagate”, rumores de impeachment y una sensación de catástrofe permanente que emana de la mansión presidencial. Casi resignado, el líder oficialista del Senado, Mitch McConnell, solo imploró por un cambio: “Todo iría mejor con un poco menos de drama en la Casa Blanca”.

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