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Daniel Queliz, 20 años, muerto con una bala en la nuca el 10 de abril de 2017. Ricarda de Lourdes González, 87 años, muerta de paro cardiaco el 10 de abril de 2017. Jairo Ortiz, 19 años, muerto con una bala en el pecho el 6 de abril de 2017. Tres muertos en cinco días. Las manifestaciones contra el gobierno de Venezuela comienzan a tener un trágico parecido con las de 2014, cuando 43 personas murieron durante las llamadas guarimbas.
Ninguna muerte tiene más sentido que otra pero algunas son más difíciles de comprender. Los tres muertos durante las protestas de los últimos días figuran en ese grupo. Daniel Queliz, estudiante en tercer año de Derecho, murió cinco días después de su 20 cumpleaños por protestar en la ciudad de Valencia, en el Estado de Carabobo. Entrevistado por el portal ElEstimulo.com, su primo dijo que la policía ni siquiera intentó dispersarlos con gases lacrimógenos antes del ataque. “Cuando empezaron a disparar los perdigones todos nos asustamos y salimos corriendo, no sabemos cuándo comenzaron a disparar con balas también y una de ellas le dio en la parte de atrás del cuello”, contó al sitio venezolano de noticias online.
A sus 87 años, Ricarda de Lourdes González no murió de vieja sino por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado: su casa del caraqueño barrio Colinas de Bello Monte a la hora de la siesta. Allí entraron las bombas lacrimógenas de las fuerzas de seguridad venezolana el lunes y allí certificó la policía científica que Ricarda había muerto naturalmente. Querían decir que no había habido violencia. Según fuentes policiales del municipio caraqueño de Baruta (gobernado por la oposición) citadas en el diario El Universal, murió “por insuficiencia cardíaca a causa de la inhalación de gases lacrimógenos”.
Sus muertes se suman a la de Jairo Ortiz, el estudiante en Ingeniería de Sistemas de 19 años que cometió el error de salir a la calle el 6 de abril, cuando miles de caraqueños protestaban contra el gobierno. No estaba involucrado en hechos de violencia y, según las investigaciones preliminares, ni siquiera se estaba manifestando en Carrizal, la población del extraradio de la capital venezolana donde vivía. Un policía de tránsito, Rohenluis Mata, lo mató de un tiro. De los tres, es el único asesinato para el que el gobierno pidió justicia.
El lunes, Clarín estaba en la plaza de Altamira, uno de las lugares del este de Caracas donde la policía reprimió tras la marcha contra el gobierno de Nicolás Maduro. Basuras quemadas en el asfalto, pocos autos, muchas motos, y ese ambiente de excitación de los lugares con miedo. Había manifestantes charlando en corros, gente pasando por la zona en su regreso a casa y vendedores ambulantes. Hasta que de repente llegó el estruendo de un grupo de motos desde la avenida Luis Roche y todos salieron en estampida. Nadie sabía bien de qué huía pero sí que había que separarse. “¿Qué pasa?”, preguntó Clarín a un vendedor de cigarros. “No sé, pero si son, esta gente no pregunta”, respondió refiriéndose a la policía. Falsa alarma. Era un grupo de motos, sí, pero de motos amigas. Muchos dueños de mototaxis saben que en el lado este de la ciudad, de mayoría opositora y con mejor poder adquisitivo, hay más mercado para su servicio.
El miedo había alimentado la confusión: las fuerzas de seguridad sí habían reprimido poco antes en la zona. Un convoy de unas treinta o cuarenta motos, incluso, se había metido en las calles internas del barrio, Los Palos Grandes, buscando manifestantes dispersos. Desde la seguridad de sus balcones, los habitantes de estos edificios de clase media los recibió golpeando la cacerola. En la escenificación del enfrentamiento entre policías y una clase que sólo fue chavista en los primeros años, Clarín vio a varios agentes motorizados cubrirse con el escudo, como si esperaran que los vecinos les arrojasen cosas. Otros pasaban sin inmutarse y otros reducían la marcha para mirar hacia arriba desafiantes.
Horas antes, otro grupo de policías había roto las puertas de vidrio de la Clínica las Mercedes y lanzado sus gases lacrimógenos allí dentro, donde atendían a la diputada Delsa Solórzano, por el golpe en el pecho de una bomba lacrimógena. Integrante de la opositora Mesa de Unidad Democrática, Solórzano publicó en Twitter el video de la agresión y dijo haber escuchado a los miembros de la Guardia Nacional Bolivariana decir: “Esto es para que sigan atendiendo diputados”. “Lo más grave de todo no es cuánto me afectó a mí, mi salud, sino que había aun bebé dentro de la clínica que tuvieron que sacarlo para asistirlo en otro centro de salud porque se vio afectado por el efecto de las bombas lacrimógenas”, contó Solórzano. Gerardo Blyde, alcalde del municipo caraqueño de Baruta publicó poco después en Twitter que el bebé había sido “estabilizado”.
Tensar cada vez más la cuerda ha sido la apuesta de las dos partes desde que el 30 de marzo comenzaron las protestas con aquel fallo del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) por el que se atribuía toda la capacidad legislativa del Parlamento. Unos días después el gobierno de Maduro hizo rectificar a la máxima corte pero la oposición, que con el fallo del TSJ recuperó la unidad y popularidad perdidas, ya no iba a retroceder con la protesta callejera. Del lado del gobierno la represión no ha hecho sino aumentar.
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