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Infancia: momento de la vida donde la felicidad pasa por juntar figuritas, comer alfajores, mojar las vainillas, jugar a la pelota, querer a los amigos, esperar el recreo, mirar a esa chica, alinear la bici después de un rally, ver a mamá leyendo un libro azul, tomar el colectivo 85 hasta avenida La Plata, escalar la tribuna, quedar frente al paraíso, gritar los goles de San Lorenzo y soñar con el abrazo de algún jugador.
Vida adulta: tiempo donde se extraña la infancia y la chica te intima a que dejes los alfajores. Lo demás, con detalles, se mantiene.
Pensé que no iba a venir nadie la noche en que las puntas de mi vida se tocaban.
Hacía 17 años que no hacía una reunión de más de 10 personas, pero una buena sensación esta vez merodeaba.
Había empezado a recibir señales, como conocer a una mujer de nombre extraordinario, María Maravilla, hija de José Cristóbal Maravilla, el jugador que convirtió el primer gol televisado de la historia argentina. María jamás consiguió ver esa jugada, porque la grabación está perdida o no existe, pero ella igual la busca por los archivos desde hace 30 años.
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Su compañero es el artista plástico René Mundo, con quien formó una unión irrepetible, porque desde que están juntos, ella pasó a llamarse, de corrido, María Maravilla de Mundo. Y si un ser así existe, y además es testigo de lo que voy a contar, diría que la vida es un arco iris de sorpresas.
Me habían prestado por unas horas el teatro independiente La Revuelta, que está en lo alto de la esquina de San Juan y Boedo, meridiano de Greenwich y paralelo de Ecuador de los hinchas de mi club.
Quería presentar Los tesoros del Gasómetro, mi segundo libro con historias cuervas, pero mi convocatoria había sido muy precavida: “Sé que es un horario complicado”, “Va a ser algo entre nosotros”, “Si no podés, no te preocupes, después te cuento cómo salió”.
Apenas llegamos, colgamos globos y banderas con mi hijo León y mi sobrino Mariano y dejamos la escenografía impecable.
Algunos preparativos trastabillaban. Me habían entusiasmado con la presencia de un barman de moda, pero canceló a último momento. Invité a una cantante famosa en las redes sociales, pero no consiguió guitarrista.
Recuerdos. Rizzi, Villar, el autor de la nota y Scotta sonríen con las historias de aquellos partidos. Foto: Gentileza Nelson Arrondo/ Equipo Ele
Yo confiaba en que al menos vendrían mi papá, mi hermano, amigos íntimos y, si necesitaba disimular huecos, los actores que ensayaban al lado una obra para el fin de semana, que para eso son actores.
Nos reíamos de la posibilidad del fracaso cuando sonó el timbre y apareció por la puerta, canoso pero para mí joven, chiquito pero para mí enorme, Sergio Bismark Villar, el jugador que más veces vistió la camiseta del Ciclón, 601 partidos entre oficiales y amistosos, 13 años como marcador de punta, seis goles, cuatro campeonatos, 2003 laterales:
-¿Llegué temprano? -preguntó el Sapito, sorprendido porque sólo veía a cinco personas.
-¡Ya vienen, ya vienen!- alcancé a contestarle, ahora sí dispuesto a suplicar en la vereda que entraran hinchas que lo rodearan y no le dieran tiempo a arrepentirse. Pero ahí nos quedamos, cara a cara, mi ídolo y yo, o más bien el Sapo Villar y un chico de 8 años que, dentro mío, se estremecía de emoción.
Por suerte empezaron a llegar los parientes, los amigos, los protagonistas del libro, el Flaco Aisenberg (personaje de relatos de Roberto Fontanarrosa), Analía Roffo (entrevistadora de Osvaldo Soriano), el mozo, el cocacolero, la sonidista y el dueño del teatro, Néstor Larrandart, diseñador gráfico y sobrino de dos ex presidentes del club.
El Sapo ya tenía hinchada, pero en la frecuencia romántica del fútbol siempre hay lugar para más emociones: por las escaleras subía ahora Héctor Horacio Scotta, el delantero que rompía las redes del Gasómetro y era capaz de hacer volar la pelota por encima de las tribunas. Hasta el Sol y la Luna se tapaban la cara cuando el Gringo pateaba hacia el espacio, según recuerda mi memoria infantil.
-¿Cómo andás, Pablo? Encantado. No me hagas hablar en público, ¿eh?- soltó el gigante, que se presentó en sandalias, para alivio de las vecinas con plantas en los balcones.
Mario Rizzi. Convirtió el último gol en el Viejo Gasómetro, el 18 de noviembre de 1979. Jugó seis años en la Primera de San Lorenzo.
-Tranquilo, tranquilo, a lo sumo charlamos entre todos- le dije al Gringo, en un abrazo que hasta ese momento me parecía inalcanzable, porque cuando yo se lo quería dar, en los años ‘70, nos separaba un alambrado olímpico y una multitud.
Mi viejo, igual de pelado que Scotta, se acercó al goleador con la mirada convertida en un cine de recuerdos. “Papá, Scotta. Scotta, mi papá, la persona que me hizo de San Lorenzo”, los presenté, en otra escena irreal, porque mi papá me hablaba de Scotta como un ser mitológico, con alma de gaucho y cañones en los pies, que había convertido 60 goles en un año, 1975, una cantidad que le bastarían hoy a cualquier equipo para salir campeón.
Yo no podía creer lo que pasaba. Era como si las figuritas que coleccioné en la primaria de repente cobraran vida. Las redondas, las chapitas, las que venían autografiadas, las difíciles, las que tenían las tribunas de tablones detrás. El álbum entero cobraba vida.
La noche que yo había temido solitaria se convertía en sublime.
Mi cuñado Oscar me dijo: “¡Mirá si aparece Mario Rizzi!”, el autor del último gol en la llanura verde de Avenida La Plata.
Sergio Villar. El jugador que más veces vistió la camiseta del Ciclón: 601 partidos entre oficiales y amistosos.
¿Y qué sucedió en el momento exacto en que ese pensamiento nos pasó por la mente? Y sí, esta historia parece guionada por el más fantasioso de los niños que aman el fútbol: ¡Apareció Rizzi, Marito Rizzi, el último capitán de San Lorenzo en Boedo, el hombre que se quedó con el último grito de gol!
Ya sin su melena, pero con el mismo andar agazapado que le permitía avanzar entre los marcadores y definir los partidos, Rizzi buscó un lugar en la sala y se puso en posición. Parecía que esperaba el centro de un wing derecho, confiado en que iba a llegar.
“Con estos tres fenómenos voy a la guerra”, grité cuando se abrió el micrófono y ya no hacía falta gritar. Estaba extasiado y ni siquiera había levantado la vista, porque cuando lo hice, la platea estaba repleta. Sentí caminar por una dimensión desconocida de la felicidad.
Llevaba un largo tiempo escapando a las celebraciones. Había dejado de festejar hasta mi cumpleaños en 1999, cuando murió mi madre, actriz vocacional y lectora imbatible. En las Navidades, antes de brindar, yo prefería esconderme tras la barba de Papa Noel y repartir caramelos a los chicos de Villa Elisa. Las risas frescas disimulan tristezas.
Pero en 2000 nació mi hijo, se hizo la luz y el fútbol fue al tiempo nuestro punto de unión. Nunca le conseguí una camiseta firmada por los jugadores ni una entrada vip, pero desde que él era bebé vamos juntos a la popular, le dedico mis libros de pasión azulgrana y hoy, en sus rebeldes 16 años, mientras él busca romper puentes, yo ruego que Fernando Belluschi la clave en un ángulo, para que repitamos el milagro de un abrazo.
Héctor Scotta. En 1975 hizo 60 goles para San Lorenzo. Aún hoy, sigue siendo el récord argentino para una sola temporada.
Por eso esa noche el corazón se me salía del pecho. Ver a León sacarles fotos a Scotta, Rizzi y Villar, deslumbrado por el gentío, me hizo sentir la caricia de Dios.
Mudo por la emoción, por suerte a la hora de hablar apareció Ariel Scher, un ser “sentipensante”, como diría Eduardo Galeano, que usa las palabras como los malabaristas de los semáforos usan las naranjas, generando belleza sin dejar que se caigan, regalando dibujos en el aire, exagerando abismos para llegar a tiempo con metáforas de rescate.
Ariel preparó a la platea para escuchar historias mínimas de jugadores e hinchas que conocieron el estadio de madera de la Avenida La Plata, que se volvían magníficas en el instante en que se las pronunciaba, pues quedaban a salvo del olvido.
Hasta el silencio se puso a escuchar que, bajo las tribunas del Gasómetro, un joven venció a un campeón mundial ruso de ajedrez; pibes del barrio, como Favio Marrazzo y Oscar Trama, oyeron cantar a Sandro, Palito y Serrat; Marcela Negri fue premiada con una libra esterlina de oro por cuidar con esmero a los chicos del Centro Recreativo; Iris Fernández se convirtió en corredora pionera en pistas que ocupaban los hombres; Luis Velázquez se hizo hincha tras una goleada en contra, 6 a 0, en 1974, en una demostración de eterna fidelidad; y la señora Amalia fue a la peluquería para tomarse una última foto en las tribunas antes del desguace, abrazada a sus hijos Jorge y Gastón.
El Viejo Gasómetro fue 63 años el corazón de Boedo. El último partido se jugó en 1979. Y al tiempo fue demolido. Pero tres de sus columnas, Scotta, Rizzi y Villar, se mantienen en pie, a mi lado, aferrados a la ilusión del regreso de la cancha a su Tierra Santa.
El Sapito contó una anécdota que ni en el Barcelona se consigue. El Museo Jacobo Urso le había pedido alguna camiseta de la época de “Los Matadores”, un par de botines o algún objeto que simbolizara su paso por el club. Pero como ya no tenía nada de ese valor, decidió donar los meniscos de su rodilla derecha, quizás el eslabón perdido de la gran historia azulgrana, el engranaje que aguarda la resurrección del estadio, en un frasquito con formol.
El Gringo Scotta se dejó ganar por la humildad cuando le recordaron la potencia de sus disparos. “Las redes cedían porque quedaban puestas toda la semana, a la intemperie, bajo la lluvia, y eso las ablandaba, no mis pelotazos”, intentó convencer a una platea que creía exactamente lo contrario.
Marito Rizzi también fue conmovedor, cuando contó que un vendedor de heladeras lo llevó a su oficina y le mostró una foto que ocupaba toda la pared, donde el delantero lucía embarrado, festejando un tanto desaforado: “¿Sabés por qué te tengo acá conmigo, desde hace años? Porque éste fue el momento más feliz de mi vida, porque fue la única vez que mi papá me dio un abrazo”.
Se escuchó el “oooohhhh” de los que colmaban las gradas.
Creo que todos estábamos allí por lo mismo que el vendedor de heladeras, añorando un abrazo, tratando de reconquistar la niñez.
Cuando volví a levantar la vista, en el teatro ya estaban los muchachos del Grupo Artístico de Boedo, el ilustre Gordo Ventilador; Ricardo Bellani, biógrafo del fundador del club, el cura Lorenzo Massa; y el gran Osvaldo Marrazzo, el hombre que fue mascota del equipo en 1933.
Hubo un contagio emocional, al que se sumó Martín Cutino, el actor que hizo del héroe cuervo Jacobo Urso en el corto “La vida por los colores”, íntimo de Viggo Mortensen, el fanático que lleva el escudo de San Lorenzo a la ceremonia de los Oscar. ¡Lo único que faltaba en esas horas mágicas, donde los ídolos de la infancia parecían mis amigos, era una señal del gran guerrero de El Señor de los Anillos!
Terminé ese día entre las nubes, confirmando que las alegrías más maravillosas están al alcance de la mano y, mejor aún, que pueden ser compartidas. Hasta María Maravilla logró imaginar el gol televisado de su padre, la conquista de San Lorenzo que jamás pudo ver.
Nos fuimos con los míos, caminando bajo las estrellas de la avenida Boedo. Y en eso vibró el celular. Un mail de casilla desconocida, proveniente de algún planeta fantástico…
¡Era Viggo!, que me daba aliento por el libro y me decía: “Espero verte pronto”.
No me acuerdo qué soné esa noche, pero sí que el protagonista del sueño era un chico que sonreía.
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Pablo Calvo es periodista y trabaja en Clarín. Le gusta considerarse un narrador de historias. Mantuvo diálogos entrañables con el Papa Francisco, el filósofo Mario Bunge, el pintor Carlos Alonso y el marcador de punta Sergio Bismark Villar. Entrevistó a los escritores Osvaldo Bayer, Beatriz Sarlo y Abelardo Castillo, y a los goleadores José Sanfilippo, Rodolfo Fischer y Héctor Scotta. Hizo semblanzas del maestro Hermenegildo Sábat, del doctor René Favaloro y del delantero René Pontoni. Es, también, profesor en la Maestría en Periodismo de Clarín y la Universidad de San Andrés. Con el Papa intercambió cartas sobre fútbol, de las que surgió el libro “Dios es Cuervo” . Fue miembro del Equipo de Investigación del diario e integra el plantel de editores de la revista Viva. Está por cumplir 30 años como periodista y 48 como hincha de San Lorenzo. El GPS le señala siempre un destino: Boedo.
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