Madurar implica soltar a esos ídolos a los que se convirtió en superhéroes

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No ganaron un Nobel de Medicina ni contribuyeron al descubrimiento de la penicilina. No ayudaron a emigrar del país a perseguidos por el fascismo. No bajaron los precios en un hipermercado. No cruzaron los Andes para liberar a parte de América del yugo colonial. No se plantaron ante un tanque en la plaza Tiananmen ni le dieron al pico y a la pala para demoler el Muro de Berlín. No participaron de la construcción de un satélite nacional. Ni de su lanzamiento. Eppur si muove…

Y sin embargo -en criollo-, se mueven el corazón, el cuerpo y el alma toda cada vez que un integrante de la Generación Dorada anuncia que da las hurras. Es que más allá de la identificación del argentino de a pie con todo deportista al que le va bien, se espera que estos tipos no estén para irse, deban ser eternos y acompañen cada etapa de la vida del hincha. Como si la edad fuera una excusa nomás y los cambios en las células se inmovilicen.

¿Por qué asombrarse con la decisión de Andrés Marcelo Nocioni de retirarse del básquetbol profesional si viene de decirle adiós a la Selección en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016, tiene 37 años, el cuerpo baqueteado y una familia que lo necesita más tiempo a su lado? Porque deportistas como Chapu y como tantos que lograron lo inimaginable con la Selección Nacional de básquetbol son parte del mobiliario de cada hogar. Son memorias del fuego olímpico. Son recuerdos. Son presente. Y deberían ser futuro para contagiar a más pibes.

Y porque, al cabo, el hincha es egoísta y no puede dejar ir a sus ídolos deportivos. Se siente dueño de la vida de esos mortales a quienes convirtió en superhéroes. Un poco por esa conexión que el deporte genera, más aún cuando el celeste y el blanco cubre la piel, y otro poco porque no encuentra otros modelos humanos con los cuales sentirse cómodo.

Madurar también es soltar a los ídolos y hacer el duelo. Agradecerles los momentos épicos que hicieron vivir a miles, pero entender que nadie es dueño de la vida del otro. Que el deporte es muchísimo más que un juego, es cierto, pero que todo ciclo se termina. Aunque cueste desprenderse de esa fantasía que los atletas construyen en el imaginario popular.

Nocioni, Scola, Ginóbili, Oberto y sus compañeros -perdón por la omisión nominal- no ganaron un Nobel de Medicina pero contribuyeron a potenciar el descubrimiento de la felicidad en familia. No ayudaron a emigrar del país a perseguidos, pero iluminaron el espíritu de aquellos que sufrían en la oscuridad. No bajaron los precios en un hipermercado pero redujeron la tasa de desempleo de los cardiólogos de tanta taquicardia generada. No cruzaron los Andes, pero fueron liberadores de emociones desconocidas. No se plantaron ante un tanque pero hicieron caer al Imperio en su patria y en Atenas, la cuna del olimpismo. No demolieron el Muro de Berlín, pero dieron por tierra ese prejuicio de que en Argentina sólo importa el fútbol. No construyeron un satélite pero lanzaron al básquetbol argentino al espacio estelar.

Y ya nada fue igual.

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