Nació como lo que fue, una enorme vergüenza para el mundo, subrepticio y clandestino; creció al amparo del terror y al filo de un enfrentamiento armado entre la Unión Soviética y Estados Unidos que, en cualquier momento, podía transformarse en un holocausto nuclear.
A uno y otro lado de su enorme estructura, se jugaron las cartas más audaces de la Guerra Fría, que no fue guerra ni fue fría, al desamparo de la vida de decenas de miles de berlineses que vieron sus vidas, sus bienes, sus esperanzas y sus libertades partidas al medio, como partida al medio quedó la ciudad símbolo de Alemania.
Hace 55 años, el domingo 13 de agosto de 1961, nacía el Muro de Berlín, la primera gran muralla de la era moderna que no fue erigida para defender de algo, sino para separar dos mundos.
Aquel domingo, las fuerzas soviéticas cobijaron, y los alemanes comunistas de Berlín Este cumplieron de buen grado, el armado de una gigantesca valla que primero fue de alambres de púas, filosos como guadañas y ordenados en varias filas de ancho, y que se extendió por los 44 kilómetros de frontera, hasta ese momento invisible, que separaban a las dos Berlín: la del Oeste y la del Este.
Eran los vestigios del pasado reciente: dieciséis años antes, en 1945, las fuerzas vencedoras de la Alemania de Hitler se habían repartido el país y la ciudad que fuera capital del Reichstag que iba a durar cien años. Había dos Alemania y había dos Berlín. Los sectores occidentales estaban en manos de americanos, británicos, franceses y canadienses; los orientales en manos de la URSS: habían sido aliados contra Hitler. Pero ahora eran enemigos.
¿Quiénes gobernaban aquel mundo en crisis? John Kennedy en EE.UU., Nikita Khruschev en la URSS, Harold Macmillan en Gran Bretaña, Charles De Gaulle en Francia, Konrad Adenauer era el canciller alemán, Willy Brandt el alcalde de Berlín, Walter Ulbricht, el mandamás de la Alemania comunista. Casi ninguno estaba de acuerdo con el otro, excepto en una cosa: quien dominara Berlín, dominaría Europa. A veces, los tiempos no cambian tanto.
Nuevos estudios y ensayos sobre el Muro, causas y consecuencias, sumados a la desclasificación de documentos hasta ahora secretos, permiten ver aquellos días con nuevas luces que iluminan lo que hasta hoy se dijo a medias: amigos y enemigos estuvieron de acuerdo en que Alemania del Este tenía que frenar de alguna forma el éxodo de berlineses que huían del comunismo hacia Berlín Occidental. El lado soviético estaba casi sin gente, sin mano de obra, sin profesionales, sin industria, sin nada. Occidente calculaba que, en 1961, los refugiados berlineses del Este sumaban cuatro millones, hacinados en una Berlín Occidental que ya no podía cobijarlos a todos sin hacer crujir la economía de Alemania Occidental.
Khruschev había amenazado a Kennedy en junio de ese año con firmar un acuerdo de paz con Alemania del Este, lo que le daría a Berlín la categoría de ciudad libre: los aliados deberían retirarse de Alemania. La alternativa a esta imposición soviética era la guerra. Todos temían a Khruschev, en especial Macmillan, excepto De Gaulle que le vaticinó a Kennedy que el premier soviético jamás iría a una guerra contra Estados Unidos que sabía que no podía ganar.
Kennedy estaba en los primeros seis meses de su presidencia y pagaba carísimo su poca experiencia y hasta cierto candor de sus jóvenes consejeros.
Estas, y otras fantásticas revelaciones, están contenidas en “Kennedy and the Wall” (Kennedy y el Muro) un libro que decidió escribir el experto estadounidense en relaciones exteriores W. R. Smyser, que trabajó en Berlín en los inquietos días de agosto de 1961.
Smyser revela que también Khruschev temía una ofensiva aliada a su decisión de dividir Berlín. Y que por eso el Muro fue en principio de alambres con púas. Si los aliados reaccionaban, la URSS daba marcha atrás. Nadie hizo nada, entre otras cosas por temor de ofender a Khruschev y porque ninguna de las potencias encontraron mejor solución para la castigada Berlín. El 8 de septiembre, las púas se hicieron cemento armado.
Sólo Kennedy y Khruschev movieron sus alfiles hacia la Berlín que colgaba de un hilo. El soviético envió a Berlín al mariscal Ivan Konev, que había tomado a sangre y fuego la ciudadela de Hitler en 1945. Kennedy envió al general Lucius Clay, gobernador militar de Berlín ni bien terminada la guerra. Lo que siguió fueron dos años de chispazos y camorreos que pusieron al mundo al borde de la guerra nuclear. Una historia apasionante con final feliz Durante casi tres décadas, generaciones de berlineses nacieron, vivieron y murieron sin ver a otras generaciones de berlineses que quedaron del otro lado aquel domingo de agosto, como quedaron del otro lado familias, amistades, amores y futuri. Más de trescientas personas fueron asesinadas por los guardias de Berlín Esta cuando intentaron fugar al otro lado.
Así como se alzó, el muro cayó un muy buen día de noviembre de 1989. Sus escombros unificaron a Alemania y marcaron el principio del fin de la Unión Soviética en 1991