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En agosto del año pasado, en los tramos finales del verano, Lucía Díaz empuñó la pala y el pico para excavar una enorme tumba en Veracruz, sobre el cálido golfo de México. A su lado, otras mujeres la acompañaban con la determinación que sólo el dolor de madre puede soportar. Buscaban los cuerpos desamparados de sus hijos, secuestrados por sicarios del narcotráfico. Encontraron una macabra fosa clandestina con centenares de cadáveres, convertidos en huesos desperdigados y tejidos barrosos.
El horror dejó de ser sorpresa en México, para convertirse en resignación. Las tumbas de los carteles, henchidas de cuerpos anónimos, emergen como fantasmas a los largo de todo el territorio. Se hallaron fosas comunes en 16 estados, la mitad del país. En Guerrero, donde desaparecieron los 43 estudiantes de Ayotzinapa, se encontraron al menos 63; en Nueva León otra cantidad similar, en Durango, casi 60. Así se fue multiplicando la tragedia.
La cifra oficial de desaparecidos en 2016 superó los 30.000. Las organizaciones de derechos humanos aseguran que la cantidad real es muy superior. Sólo se denuncian dos de cada 10 casos. México, la tierra de los relatos de Octavio Paz y Carlos Fuentes, la que pintaron Frida Kahlo y Diego Rivera, es hoy un gran cementerio a cielo abierto producto de la guerra de los carteles del narcotráfico.
En esa fosa de Veracruz, Lucía Díaz buscaba los restos de su hijo Luis Guillermo, secuestrado hace tres años por uno de los carteles. Con su agrupación de madres, Colectivo Solecito, halló casi 300 cuerpos, retazos de vidas anónimas convertidas en despojos.
Es un área de dos kilómetros en un terreno en Colinas de Santa Fe, en la zona norte del puerto de Veracruz. “Hay de todas las épocas, hemos encontrado cadáveres con muchísimo tejido y otros ya esqueletizados. Evidentemente la edad promedio es muy joven, calculo de entre 14 y 24 años. La ropa que encontramos nos dice que hay muchas chicas”, cuenta a los periodistas con una naturalidad desgajada, casi carente de resentimiento.
Jorge Winckler, el fiscal del Estado, es aún más contundente: “Veracruz es una fosa enorme. En su momento, cuando se terminen de abrir las fosas que hay en el estado, será la más grande de México, y quizás del mundo”. “Durante muchos años el crimen organizado desapareció personas con la complacencia de la autoridad, y fueron y las botaron en fosas que fueron específicamente para esto”, acusó.
Veracruz es uno de los estados más violentos de México. Durante años fue una zona de disputa entre carteles del narcotráfico. Brutales, resolvían los desacuerdos de manera cruel, sádica y atroz. La situación recrudeció durante el mandato del gobernador Javier Duarte (2010 y 2016), del oficialista Partido de la Revolución Institucional (PRI). Ahora el político está prófugo de la justicia, que lo busca por enriquecimiento ilícito, entre otros delitos que ni se acercan a la barbarie cometida..
Lucía y su gente descubrió la oprobiosa fosa clandestina gracias a una filtración. Cuando hacían una marcha para reclamarle al gobierno que se ocupara oficialmente del tema, un joven bajó de una camioneta y disimuladamente les dio un papelito. Era un mapa trazado a mano. Allí se marcaban las tumbas con decenas de pequeñas letras “X”. Cruces sobre cruces para marcarles el camino. Incluía una frase que atribuía los asesinatos masivos al cartel Jalisco Nueva Generación.
Esta organización delictiva se trasladó a Veracruz alrededor de 2011, lo que desató una batalla sangrienta con el implacable cartel de Los Zetas, que dominaba la región. Pero en su macabra tarea los sicarios narcos tuvieron el apoyo logístico de policías, oficiales y funcionarios corruptos.
La desintegración recorre todas las capas del poder en México, hasta los menos sospechosos. El sacerdote y activista mexicano Alejandro Solalinde reprochó a los jerarcas de la Iglesia católica de Veracruz haber callado frente a la violencia y los asesinatos. “Ante todo este fosario que es Veracruz, guardaron silencio”, recriminó con desprecio. Y advirtió: “Eso que se ha encontrado es nada, falta lo más grande”.
El método de los sicarios de narcotráfico es sepultar pilas de víctimas, una sobre otra. En algunos casos, las autoridades utilizaron radares de penetración terrestre para determina la profundidad de los cuerpos en las fosas masivas. Los activistas son menos sofisticados, y más directos: hunden cañas en el suelo y así detectan el fuerte olor de los cuerpos descompuestos. Después empiezan a excavar Hay un par de datos estremecedores. Las fosas clandestinas de Veracruz fueron realizadas a una escala tan grande que, según se cree, tuvieron que utilizar máquinas excavadoras para crearlas. Y se arrojaron tantos cadáveres en ellas que las autoridades no están cavando en algunos sitios porque carecen del espacio suficiente para albergar los restos. “Hay muchos municipios donde se encontraron fosas clandestinas. Pero no se están trabajando en todas porque no tenemos en dónde acomodar los restos que se pudieran extraer’”, dice Winckler.
A Lucía Díaz y a las madres del Colectivo Solecito no les importa. Ellas cavan y cavan entre los terrones marrones. Sin descanso, se sumergen todos los días en las profundidades del horror para hallar un retazo de piel que les permita saber dónde fueron a parar sus hijos. Tal es la pulsión que provoca una “desaparición”, palabra escabrosa tan adherida a la historia de los latinoamericanos. “Lo más fácil entre nosotros será morir; un poco menos fácil, soñar; difícil, rebelarse; dificilísimo, amar”, decía Carlos Fuentes, en un retrato poético desgarrador de su amado México.
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