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La nota con el mensaje fulminante viajaba dentro de un sobre de papel manila. A la vieja usanza, Donald Trump había encargado a un guardaespaldas de su confianza que entregara el sensible comunicado a James Comey, la persona que estaba investigando los vínculos de su campaña con Rusia: ya no lo quería como jefe del FBI, estaba despedido. Pero el hombre no encontró a Comey en sus oficinas de la avenida Pennsylvania. El funcionario había viajado a California a dar una conferencia y se dio la ridícula situación de que, mientras hablaba, a sus espaldas las pantallas de televisión anunciaban que el presidente de Estados Unidos lo había echado. Lo que siguió a este episodio que sucedió el martes –ya de por sí excepcional porque pocos mandatarios en la historia expulsaron a un jefe del FBI– fue una sucesión de versiones, explicaciones fallidas, contradicciones mientras que un Trump impulsivo y desencajado disparaba amenazas por su Twitter. El clima de la Casa Blanca es de caos y en Washington ya empieza a sobrevolar el fantasma del Watergate, el escándalo que llevó a la renuncia del presidente Richard Nixon en 1974 cuando era amenazado con un impeachment.
Según The Washington Post, Trump decidió echar finalmente a Comey mientras jugaba un partido de golf el fin de semana pasado en su club de New Jersey. The New York Times reportó que, aunque fue expulsado ahora, el malestar del presidente con el funcionario había comenzado en realidad a incios de su mandato. Pocos días después de asumir, Trump invitó a cenar a Comey a la Casa Blanca y el funcionario, aunque incómodo, aceptó el convite. Es que se supone que el jefe del FBI debe ser imparcial e independiente y no estar sometido a la esfera del mandatario de turno. Y, en este caso, la situación era más que delicada: Comey lideraba la investigación sobre una posible connivencia entre allegados de Trump y funcionarios y espías rusos para perjudicar con hackeos la campaña electoral de Hillary Clinton, que terminó perdiendo el 8 de noviembre pasado, en beneficio del magnate que supuestamente sería más proclive a una mejor relación con el Kremlin.
Según el Times, Trump le habría preguntado en esa cena a Comey si lo estaba investigando a él por ese tema, y el jefe del FBI le dijo que no. Entonces el presidente le pidió que le prometiera “lealtad”, algo que el funcionario se negó. Desde entonces Trump buscó la manera de deshacerse del funcionario, a quien ya tenía entre ceja y ceja porque lo había desmentido en el Senado al decir que Barack Obama no lo había espiado, como el republicano había denunciado sin pruebas. Necesitaba una excusa para una salida sin demasiado ruido.
Mientras jugaba al golf el fin de semana pasado pensó que el momento había llegado, ya que Comey había admitido que había cometido un grosero error en una declaración ante el Senado, donde dijo que había “miles de mails” que complicaban a Hillary, cuando en realidad, según aclaró después, eran unos pocos. Trump pensó que los demócratas celebrarían la expulsión de ese funcionario que tanto había perjudicado a la campaña de la ex candidata y que de paso se disolvería la amenaza de una investigación sobre el “Rusiagate”. Pero se equivocó: su medida no hizo más que exacerbar todas las sospechas sobre el caso. Pocos creyeron los motivos argumentados por Trump y la idea de que el presidente buscaba desembarazarse del hombre que lo investigaba creció en Washington. La sombra del Watergate se expandió por la prensa, que recordaba cómo Nixon había echado a Archibald Cox, el fiscal que hurgaba por el espionaje al cuartel demócrata.
El presidente y sus voceros intentaron durante toda la semana argumentar que el despido de Comey se debía a sus errores por los mails de Hillary. Pero al final el propio Trump se contradijo y admitió que pensaba despedirlo desde hacía tiempo –y no por sugerencia de sus fiscales, como había dicho—y que “la cosa rusa” era el motivo real.
Furioso con la prensa y con Comey –que a través de sus allegados dejó trascender el episodio de la cena— Trump amenazó al ex jefe del FBI con revelar supuestas grabaciones de ese encuentro en la Casa Blanca. ¿Graba todo lo que allí sucede? Dada la historia y el estilo paranoico de Trump (que registraba todo en sus residencias) es bien posible, coinciden los expertos, y otra vez surgen las comparaciones con el Watergate. Comey lo desafió y dejó trascender que sería “perfecto” que hubiera un registro de aquella cena. El sainete de estos días revela un clima denso en la Casa Blanca y funcionarios aliviados de que llegara el fin de semana para descomprimir la tensión que allí reina. Se hablaban de posibles cambios en el equipo de comunicación oficial. Nadie quiere estar en los zapatos de quien intenta explicar todos los días los arrebatos presidenciales.
La pregunta que crece en Washington es si es posible o viable un impeachment por el “Russiagate”, un caso que comparan con el Watergate. Bob Woodward, el periodista del Post que junto con Carl Bernstein destapó aquél caso, dijo que hay que ser cautelosos porque cuando Nixon echó a Cox, el fiscal tenía un abrumador arsenal de documentación en su contra, mientras que la investigación de Comey aún está muy verde. Pero la pesquisa continúa, en manos del FBI y también de dos comisiones del Senado. En EE.UU no es sencillo deshacerse de un presidente. La llave de un posible impeachment la tienen los republicanos, que son mayoría en el Congreso. Pero la cuestión es más política que legal: mientras continúe en la América Profunda el fervoroso apoyo al presidente, los legisladores no se atreverán a avanzar. Ellos deben volver a sus distritos del interior en la campaña para el Congreso en 2018 y no quieren correr riesgos. Pero si el panorama cambia, no dudarán en soltarle la mano.
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