Un año de Temer: baja aprobación y fuerte apoyo en el Congreso

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Hay una frase favorita de Michel Temer. La dice en cada una de las entrevistas, sean individuales o conferencias de prensa: “No estoy preocupado con la popularidad”. Convertida en un latiguillo, repitió esa sentencia al “celebrar” este viernes 12 de mayo su primer año de gobierno. Su discurso sigue una lógica: restarle importancia a lo que hoy opinan sus compatriotas. Con un apoyo que apenas roza el 9% y un rechazo absoluto de 61%, el presidente brasileño sabe que su permanencia en el poder, de él y sus ministros, no dependerá de ese respaldo.

Los sostienen dos pilares: la reforma del sistema previsional y las nuevas leyes laborales. Es eso lo que exigen los mercados. Fue la urgencia por instalar estas nuevas normas la que llevó al poder económico a dar su aval para el desplazamiento de Dilma Rousseff y la instauración de su vicepresidente como jefe del Palacio del Planalto. En un arranque de sinceridad, mostró su adhesión a la masonería. Dijo que para él la consigna del momento sale de la frase “Orden y Progreso”. Es el lema que figura en la bandera nacional brasileña, creada en 1889 al mismo tiempo que nacía la república federativa.

La historia de sus cortos 365 días en el poder está repleta de acontecimientos negativos. En 2016, a pocos días de asumir tuvo que despedir a algunos de sus colaboradores más cercanos como Romero Jucá, quien quedó marcado de inicio por frases comprometedoras pescadas en grabaciones de diálogos: en ellos admitía que la salida de Rousseff y la llegada de Temer era un asunto clave para evitar que el Lava Jato despedazara a los políticos del PMDB. Después vinieron otros funcionarios, muchos involucrados en esa gigantesca causa por corrupción. A fines de 2016 nadie pensaba que el actual mandatario sobreviviría a las delaciones de los ex ejecutivos de la empresa Odebrecht. Fue un grueso error de cálculo.

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Trascendieron algunos de los testimonios y se supo que estaban mencionados por corrupción dos influyentes ministros del actual gobierno, el jefe de gabinete presidencial Eliseu Padilha y el ministro Wellington Moreira Franco. También se supo que el propio Temer había sido involucrado en situaciones delicadas. Pero el fiscal del caso Rodrigo Janot liberó al presidente de toda responsabilidad: dijo que no se lo puede culpar por delitos cometidos cuando apenas era vicepresidente. O sea, antes de su actual gestión. Con la tranquilidad de tener la justicia de su lado, al menos por ahora, Temer decidió no despedir a sus salpicados colaboradores. Argumentó, por el contrario: “Son víctimas de delaciones. Y estas no constituyen pruebas”.

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Su gobierno soportó varias tormentas pesadas. En enero hubo un acontecimiento dramático: la muerte accidental, en una aeronave que se estrelló en Paraty, del juez de la Corte Suprema Teori Zavascki. Era el hombre de la Corte Suprema que tenía en sus manos el Lava Jato. Pocos días después estallaban rebeliones en varias cárceles del Nordeste, con decenas de muertos y decapitados. En ese tiempo sobrevino la crisis del estado provincial de Río de Janeiro, que reveló una sonora incapacidad para sostenerse financieramente. La ayuda federal le llegó en cuentagotas y los problemas de los fluminenses no aminoraron. Pero estos “tsunamis”, como los bautizó la prensa, no fueron suficientes para empujar al jefe de Estado al borde del abismo. Con su mira puesta exclusivamente en las demandas de los mercados, Temer avanzó con la aprobación de aquellas leyes que éstos consideran esenciales. Y no vaciló en acudir a la práctica de distribuir “enmiendas” entre diputados y senadores (recursos que se entrega a los parlamentarios para que hagan obras en sus distritos electorales). Este procedimiento ya fue tachado de “compra” de adhesiones. Para esto no vale si hay o no implícito un mecanismo de corrupción. Lo que cuenta es el objetivo. Y Temer, en su discurso del primer año, les dio a esas normas el carácter de “fundamentales”. Dijo que son la base para “el crecimiento económico y la generación de empleo”. Llegó a decir que el brutal índice de desocupación, el peor desde que se lo mide, fue producto de “la herencia” y los “gastos descontrolados” dejados por el gobierno de su antecesora.

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