Entre el hacinamiento, el lucro y la fiebre musical: crónica de la noche del Indio Solari en Olavarría

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—¡Dale, dale, es para adelante!

—¡No, no, es para allá, para allá!

—¡Hay que retroceder, no ven que está todo bloqueado!

Una de las puertas principales del predio de Olavarría. La desesperación empezaba a crecer. Los de atrás empujaban para salir. Los de adelante no tenían salida. Algunos se subían a los árboles y daban indicaciones: para allá, para allá. Paren, paren, paren, que hay chicos. Chicas empezaban a desmayarse. Empezaba a faltar el aire. Estaba todo bloqueado de gente. Otros se subieron al techo de tejas de una casa, 10 o 15 personas en el techo. Surrealista. No había un cartel. No había un solo organizador que guiara. Ninguno. Salimos, con Martina, mi novia, del tumulto. Nos logramos poner al lado de un árbol para que ella —una de las que le había bajado la presión— pudiera respirar mejor. Se caía del mareo. Unos chicos le ofrecieron agua. Otra señora le dio un chicle para que la levantara. A nuestro lado se puso una mujer con su nene a upa, la mirada del nene y su miedo.

Vayamos para atrás, hay que salir de acá. Pudimos volver al predio. Sobre uno de los costados, el derecho (mirando hacia el escenario), habían roto, alguien, una de las tablas perimetrales. Nos metimos. Logramos salir, con otros, por un terreno baldío, en la oscuridad, entre los matorrales y el barro, y luego subirnos a las vías y caminar. Éramos cientos caminando por unas vías hasta que pudimos empalmar por una de las calles y salir. Era la una y media de la madrugada. Mientras caminábamos por las calles de Olavarría se empezaban a escuchar las ambulancias. Vimos pasar cuatro o cinco juntas.

Habíamos entrado exactamente a las 21.30 al predio. Salimos desde Capital Federal a las 10.30 y llegamos pasadas las 19. Tuvimos que dejar el auto a unos 6 o 7 kilómetros. Por Avenida de los Trabajadores y Pringles. Olavarría, en sus ingresos principales, estaba colapsada. La caminata de ingreso fue caótica, con tramos directamente de aplastamiento. No vi puestos sanitarios. Nos movíamos en zigzag. Era, literalmente, una marea de hacinados. Los brazos cansados. Los pará, pará, pará. Los dale, dale. No hubo, en todo el trayecto, nadie de organización, salvo en los últimos metros. Entramos por la puerta 3. No nos pidieron las entradas. Habían liberado los molinetes. Las entradas se vendían hasta último momento, a las 20, en la puerta ante del recital. Afuera seguían avanzando. Miles queriendo entrar.

Dentro del predio nos ubicamos entre las últimas torres de sonido. Estábamos apretados, pero no aplastados. A las 22 se apagaron las luces. Rugía Olavarría. Empezaba el recital. Los grandiosos acordes de Barba Azul vs. El Amor Letal. Crecía el sonido, la lírica, la delicada oscuridad solarista: el reo semental se va a licuar en la prisión. La distorsión lenta de la guitarra, ese riff. Después Porco Rex: por esta vez se va a dejar llevar por su alma. El aire febril.

Desde el celular nos enteramos de los muertos, por los portales de noticias, yendo hacia el auto. Avisé a la redacción sobre lo que estaba pasado a la salida. Desde los balcones los vecinos guiaban a la gente. Que es por esa calle, agarrá luego la otra, que aquella se llama. Los pies llenos de barro. Caminamos las 70 cuadras hasta donde dejamos el auto: pegado a la puerta de una casa, sobre su jardín, donde pudimos. Horas antes, al llegar, le preguntamos al dueño si lo podíamos dejar ahí. El hombre, incluso, ofreció que lo metamos dentro de su garaje y no lo querés dejar adentro, mirá que no hay problema. La solidaridad de Olavarría. A las 2:55 mandamos mensajes a la familia, que estamos bien, que hubo muertos. Llegamos al auto y esperamos. Vayamos al hospital para tener más información. Fue imposible. El camino para avanzar estaba bloqueado de autos.

Esperamos para salir hasta pasadas las seis de la mañana. Estaba amaneciendo. Habíamos hecho el intento una hora antes, pero no se pudo: todo embotellado. En la salida de Gualeguaychú había chicos y chicas haciendo dedo (como en el viaje de ida, decenas de ellos, coreando la ruta, rogando por subir a cualquier vehículo). Ahora era la madrugada del domingo y corría el frío. Ya en la ruta nos desviaron pasando la localidad bonaerense de Las Flores. Hubo un accidente grande en la 3, hay que pegar la vuelta y agarrar otro camino, dijo un policía. La ruta estaba —un poco— más tranquila a media mañana, al mediodía. Algunos motoqueros dormían al costado del camino. Llegamos cerca de las dos de la tarde del domingo.

Como escribió el legislador Marcelo Ramal: “la fiesta se ha convertido en hacinamiento. Es mejor incurrir una vez por año en los costos de un recital, y reunir la facturación que dejan 300.000 personas, a distribuirlas en el curso de varios recitales. Es mejor gastar una sola vez en publicidad, vigilancia privada y otros gastos, aunque ello implique amontonar indignamente a una multitud en una ciudad sin condiciones para albergarla. A la responsabilidad del productor privado –en este caso el propio Solari- se suma la del Estado –intendentes, gobernadores. La ecuación fatal se combina con los dealers, que encuentran un mercado gigantesco para una producción y tráfico que no podría desenvolverse sin la complicidad del Estado”.

Basta de muertes en recitales. Basta de país Cromañón. Lo que debía ser una celebración de las sienes ardientes —por otro lado va la extraordinaria obra artística del Indio y los Redondos, una estética para la historia, la hermosa sonoridad de la sombra— termina, otra vez, bajo las condiciones del lucro, el tesoro y su muerte. Si esa moneda hablara.

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