Partes de guerra desde Norcorea y Siria a los confines venezolanos

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En tres frentes muy diversos se acumulan señales de un cambio de etapa que puede alcanzar niveles radicales. Es central dimensionarlas lo más adecuadamente posible para intuir su perspectiva.

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En las últimas horas, de un modo sigiloso pero no tan secreto, China alistó una fuerza militar considerable en su frontera con Corea del Norte. Diversas fuentes señalan que habría ahí ya 150 mil hombres, y una potente estructura de aeronaves que, según fuentes de la defensa norteamericana citadas por CAN, es de un volumen extraordinario. El alerta incluye bombarderos con misiles crucero. Esto sucede después de una escalada de la tensión con la dictadura dinástica Norcoreana que puso al mundo en el umbral de una conflagración nuclear por segunda vez desde la crisis de los misiles en Cuba en 1962. Aunque debería contarse como la tercera. Fue en la misma Corea, durante la guerra y tras el desembarco de tres millones de soldados chinos en octubre de 1950, que el legendario general McArthur se planteó el uso otra vez del arma nuclear contra ambos enemigos.

Kim Jong-un, dictador de Corea del Norte. AFP

El tablero hoy es muy diferente. Para China constituye un problema existencial. La acción de la dictadura de Kim Jong-un, el tercero de la dinastía familiar en el mando de Pyongyang, desafía la agenda del gigante asiático para consolidarse como la segunda potencia global. Los académicos se dividen desde este punto. Salvatore Babones, sociólogo especializado en Asia de la universidad de Sydney, coincide con otros analistas respecto a que Beijing hará todo lo posible para mantener en pie el régimen, aunque no la actual conducción. Su colega de la universidad de Shanghai, Shen Zhihua, un observador desafiante y autónomo, advierte, en cambio, que el extravagante régimen norcoreano dejó de ser útil y configura el principal desafió militar de Beijing que deberá fortalecer su vínculo con Corea del Sur hasta la extinción de la dictadura.

El despliegue militar en la frontera parecería concordar con esta última visión y no se la disimula. Un vocero de la cancillería de la República Popular, consultado sobre esos movimientos, admitió “estar al tanto de los reportes sobre el alerta militar… pero no hará comentarios”. Aunque es claro que el vínculo binacional está muy malogrado, no debería esperarse una guerra entre el gigante asiático y su viejo y grotesco aliado. El factor norteamericano juega en diferentes niveles respecto a esa perspectiva.

En el reciente encuentro entre Donald Trump y Xi Jinping, el magnate admitió que recibió una clase sobre Norcorea de su colega y que, en su ignorancia, no suponía que la situación era tan complicada. Es notorio que allí se pactó un movimiento conjunto para desescalar la crisis. Ese proceso ha tenido algunas derivadas sorprendentes. El mandatario norteamericano se descubrió públicamente ahora como un gran admirador de la República Popular. Sucedió al mismo tiempo que se conocía que la flota de un portaaviones y tres cruceros misilísticos que Trump había despachado a la zona intensificando la tensión militar, no estaba en cercanías de Corea del Norte como dijo el presidente, sino 4.000 km al sur.

En palabras sencillas, la novedad no implicaba un retiro de la fuerza, porque nunca estuvo allí. Ese paso alivió la tensión y Xi retomó la iniciativa, que es lo que corresponde en su espacio de influencia. China está involucrada en Corea desde el 1500, la primera vez que neutralizó una invasión japonesa a la península, que se repitió en 1597 y luego a fines del siglo 19 en la guerra sino-japonesa. Ese conflicto amenazó con el desmembramiento de China, objetivo central del expansionismo japonés. Ahí, la mano norteamericana a través del canciller John Hay en el gobierno del presidente McKinley fue clave para que la debilitada China no fuera descuartizada. Un favor, se diría, que la potencia comunista devolvió en 2008 cuando, convertida en principal acreedor de Washington, pudo profundizar la crisis norteamericana iniciada el año anterior, pero se abstuvo. No se trata de fidelidades, por cierto, sino de intereses, antes y después. Por eso es improbable una alianza más allá de la coyuntura. No es claro si Trump, reformateado como un republicano clásico, no avanzará sobre la seguridad china, aun si Beijing disciplina a la dictadura norcoreana. Pero sí surge nítida la coincidencia de necesidades y objetivos. No son buenas noticias para el dictador de Pyongyang.

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Bachar al Asad. (AFP)

Aún no se disipa el polvo levantando por el ataque químico en Siria que concluyó con el bombardeo misilístico norteamericano contra una base área militar de Damasco, pero es claro que el cuadrante ahí viró de modo radical. Los avances del régimen amparado por Moscú, al punto de negociar la posguerra, se congelaron. EE.UU., que ha retomado la agenda republicana y demócrata que coloca a Moscú en el blanco junto a la potencia iraní, no estaba dispuesto a ese desenlace. Rusia, a su vez, que ha ganado influencia en la región, no está en condición de resignarla, en especial porque es la llave para negociaciones de mayor altitud como las sanciones que pesan sobre el Kremlin por la toma de la península de Crimea. La alternativa es una restauración de confianza o, al menos de expectativas. Un camino es por los nombres. En la prensa árabe, la de Siria, Líbano o Egipto, pero también en Irán, reapareció fuerte la versión de un relevo de Bashar al Assad, el hombre fuerte de Damasco. Su reemplazante sería Ali Aslan, hijo de un influyente ex jefe del ejército del mismo nombre. Aunque Moscú no avala la denuncia de que el régimen masacró con químicos, este sería el sacrificio de ajedrez que aceptaría para no perder el control y la iniciativa. El candidato es del mismo gachire o tribu alauita a la que pertenecen los Assad. Dentro de esa familia, señala a este cronista una elocuente fuente siria, hay ramas como la Refaat que insisten en la dimisión de Assad desde antes del inicio de la guerra en marzo de 2011.

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Lejos de ahí, un aliado sudamericano de Rusia se despeña en una crisis que no parece, esta vez, tener retroceso. La rebelión popular en Venezuela indica mucho más de lo que parece. Este estallido se produce por los errores internos del gobierno de Nicolás Maduro, que si se produjeron es porque se ha desgastado hasta el extremo de la supervivencia del modelo. El avance que pretendió ser definitivo contra el Parlamento y luego la inhabilitación de uno de los líderes más reconocidos de la oposición, Henrique Capriles, echaron nafta a un fuego que no ha dejado de crecer. Esos fallidos consolidaron a una disidencia que venía fragmentándose, entre otras razones, por las contradicciones que generó la frustrada mediación del Vaticano.

Esa gestión no consistió en un apoyo encubierto de la curia al régimen, pero la deslucida intervención de la Iglesia no advirtió, como denunció el Episcopado local, que no es posible un diálogo sin política. El régimen no tiene un problema económico, o un desafío social. Su situación se mide con otros parámetros que deberían indagarse en la abrumadora corrupción que es lo que le da sentido, aunque difícilmente perpetuación, a la nomenclatura. La disidencia recargada refleja en su ofensiva callejera actual, además, la ruptura de la interesada paciencia del establishment venezolano con el modelo bolivariano que le garantizó, en los momentos de auge, ganancias que una prolijidad política hubiera negado.

Tachado. Hugo Chávez en un muro de Caracas. EFE

Cuando todos estos factores se unen, la situación muta inevitablemente. En las últimas horas, hubo en Venezuela versiones de rebeldías militares contestes con ese comportamiento. Pero la salida quizá no sea por ese camino. Es más probable que la resistencia civil, al estilo de la plaza Maidan de Kiev, produzca el mismo desmoronamiento que sufrió en 2014 aquel otro régimen sostenido por Rusia y por un tejido tóxico de negociados. La misma película.

Copyright Clarín, 2017.

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